Apuesta


La vida cuenta con todos. La muerte también. Nunca me imaginé que ambas iban a contar conmigo para resolver una apuesta.

Sucedió hace un mes, aunque, como siempre pasa en estos casos, parecía mucho más tiempo.

Julieta y yo éramos los mejores amigos. Nos conocíamos de toda la vida. Ella siempre me recordaba que nosotros éramos el ejemplo perfecto de que la amistad entre el hombre y la mujer existe. Sólo amigos, ninguno buscaba algo más.

Sabíamos mucho uno del otro, lo suficiente como para chantajearnos cariñosamente con nuestros secretos. Nuestra unión era tan intensa que frecuentemente terminábamos la frase del otro, aunque los mayores decían que eso era una muestra de amor verdadero. Pero hay muchas formas de expresar amor, y la amistad era la nuestra. Amistad que se manifestó con toda su fuerza ese invierno terrible en que la vida y la muerte apostaron conmigo.

Ocurrió así.

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Volvíamos de la facultad y decidimos caminar por la peatonal para mirar vidrieras, aunque eso le interesaba más a Julieta que a mí. Al menos hasta que recordé que nuestros respectivos cumpleaños se acercaban. Era un gran problema ser el mejor amigo y no tener idea de qué regalar. Entonces Julieta se detuvo frente a un vidriera con expresión embelesada. Una campera tejida de color violeta la llamaba desde el otro lado del vidrio. En mi mente veía la solución a mi dilema del regalo de cumpleaños. De pronto sonó el timbre de mi teléfono móvil, un amigos me invitaba a reunirme con él y con los demás del grupo para ver un partido de futbol en un televisor de plasma con home theatre. ¡Era algo imperdible! Apenas se lo conté a Julieta, ella sonrió con complacencia y me dijo que vaya si quería, que ella podía llegar sola hasta su casa, que quedaba a pocas cuadras, cerca de la mía. Loco de alegría, le di un fuerte abrazo y me marché.

El partido de fútbol fue excelente, a pesar de que nuestro equipo perdió. Comimos unas pizzas y ahogamos nuestras penas con cervezas. Luego de un rato de charla finalmente regresé a mi casa.

No alcancé a abrir la puerta cuando el móvil volvió a sonar. Era la madre de Julieta. En un tono histérico me contó que habían asaltado a Juli, que la habían lastimado y que estaba en el hospital. Apenas me dijo el nombre del hospital, salí disparado hacia allá.

Sintiendo el corazón en la garganta, llegué al edificio y me encontré con la madre de Julieta. Estaba tan nerviosa como cuando me llamó por teléfono, me dijo entre sollozos que habían apuñalado a Julieta, que apenas había logrado llamar a su casa para pedir socorro, que había perdido muchísima sangre y, lo peor, que los médicos sólo esperaban un desenlace fatal.

Tratando de no parecer tan devastado como en realidad me sentía, pregunté si le habían hecho transfusiones de sangre a Juli. Lo intentaron, me respondió, pero no disponían de suficiente cantidad de sangre del grupo que le correspondía a Julieta. Claro, pensé yo, ella tenía el grupo más raro, 0-, podía dar a todos pero sólo recibía de uno como él. Encontrar un donante requería tiempo, y Julieta ya no tenía mucho.

Saqué mi documento de identidad y lo miré unos segundos. Luego me dirigí resueltamente a la habitación donde estaba Julieta. El médico salía de allí. Luego de asegurarme que se trataba del doctor que estaba a cargo del caso de Juli, le pregunté si un transfusión de sangre, una bien hecha, la salvaría. Me contestó que era probable, pero que no tenía suficiente sangre en el banco del hospital.

Clavando mi ojos en los de él, le dije que prepararan todo lo necesario para la transfusión. Yo iba a ser el donante, mi sangre era compatible. Pero él pareció sorprenderse tanto que no reaccionó. Al ver su expresión aturdida, perdí la paciencia, lo agarré de los hombros y lo sacudí con rabia:

-¿Qué está esperando?-grité- ¡Prepare todo el equipo! ¡Deje de perder tiempo!

-No sé si se puede…-murmuró en voz baja-No sé si servirá de algo, creo que sería inútil.

Furioso lo levanté del suelo y le dije con voz cargada de rabia y desesperación:

-No voy a dejar que se muera. Prepará ya el equipo o te mato a golpes.

Cuando el doctor volvió a tener los pies en el suelo, se dio vuelta, haciéndome un gesto para que lo siguiera.

Me ubicaron en una cama junto a la de Julieta. Un respirador artificial y el equipo para transfusiones nos separaban, pero no tanto para que no pudiéramos tomarnos de la mano, pero Julieta estaba inconsciente, conectada al respirador. Su rostro estaba sereno, dormido. Un extenso vendaje en su pecho y costillas indicaban el lugar de las heridas.

Verla en ese estado me encogió el corazón.

La transfusión comenzó normalmente, incómoda y lenta, terriblemente lenta.

Podía imaginar, casi ver, los rostros ansiosos de la vida y de la muerte, mientras el momento crucial de la apuesta se desarrollaba. Cada segundo que la sangre tardaba en llegar al cuerpo de Julieta, la muerte sonreía con alegría demoníaca. Pero cada latido que daba el corazón de Julieta había sonreír a la vida, una sonrisa sincera, triunfante, casi una carcajada.

Ambas apostaban usándonos a Julieta y a mí como piezas de un juego de ajedrez infernal. Pero sólo una daría el jaque mate final e inexorable. Cada una tenía una estrategia. La muerte contaba con la debilidad y el dolor. La vida contaba conmigo.

La transfusión duró tanto que comencé a sentirme mareado, débil hasta que finalmente me quedé dormido. Lo último que recuerdo es ver el rostro sereno de Julieta envuelto en una bruma dulce e irresistible. Luego todo se oscureció...

***

Ya pasó un mes desde la apuesta. Estoy en mi habitación, admirando mi nuevo sweater de color rojo oscuro. Mientras tanto, pasan por mi mente las imágenes que vi al despertarme luego de la transfusión. Cierro los ojos y dejo que fluyan gradualmente…

Lo primero que recuerdo es una voz suave que dice mi nombre. Es la voz más dulce del mundo, la que por un momento creí que no volvería a escuchar. Yo estaba acostado, y por un segundo creí que mi apoyo era una nube porque el techo era blanco, pero luego recordé todo lo sucedido desde que llegara a mi casa después de ver un partido de futbol con mis amigos. Giré la cabeza hacia la dulce voz y vi la sonrisa más feliz y esperada de todas. El rostro cansado pero radiante de Julieta me devolvía la mirada. Antes de que pudiera hablar, ella me miro a los ojos y dijo una sola palabra: “Gracias”. Y me tendió la mano. La tomé con suavemente y le di un fuerte apretón. Me sonrió devolviendo el saludo. Luego de un breve pero intenso momento, me soltó con la misma suavidad de antes y se quedó dormida. Yo me quedé mirando al techo , sin dejar de sonreír. Fui quedándome dormido a poco, entrando en una somnolencia de paz…

De pronto sonó el timbre de la puerta. Me sorprendí y fui a abrir.

Una chica de rostro radiante me sonreía mientras hacía gala de su nueva campera, tejida y de color violeta. Era difícil creer que esa hermosa sonrisa hubiera estado a punto de desparecer bajo el manto pálido de la muerte. Parpadeé para quitar esa idea de mi cabeza y sonreí.

-Te queda linda, la verdad.-digo a modo de saludo.

-Gracias. Qué lindo sweater.-contesta, mientras entra con una extraña expresión.

Apenas cerré la puerta, ella me dio un abrazo fuerte e intenso. Tan fuerte que me dolieron las costillas. Le devolví el abrazo con mayor fuerza aún.

Sin soltarme, me dijo con voz dulce:

-Feliz cumpleaños, Romeo.

-Gracias, Julieta.

Permanecimos abrazos hasta que sonó el timbre y llegó la pizza. Fue el mejor cumpleaños de mi vida.


FIN




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