LA ESTATUA

Estaba inmóvil, observando como siempre. Nunca decía nada. Tenía la sensación de que si empezaba a hablar nadie comprendería sus palabras, o ni si quiera lo notarían, o tal vez sí lo notaran y eso los asustara. Él permanecía inmóvil. Miraba la gran cantidad de personas que pasaban frente a él: observó que algunas se quedaban mirándolo y murmurando en voz baja, otras lo miraban sin decir nada, pero implorando ayuda, compasión o simplemente amor; otras, las menos, se arrodillaban y le murmuraban. Él las miraba, deseando poder darles una sonrisa de ánimo, un gesto de esperanza. Pero no podía, el escultor se había asegurado de darle a su rostro marmóreo una expresión de tristeza infinita e irrepetible. Su dolor era tan intenso como lo reflejaba su rostro, pero no podía expresarlo como deseaba. Se limitaba a estar ahí inmóvil, de pie sobre una columna baja, también de mármol, inclinado ligeramente hacia adelante, con la mano extendida , como buscando el consuelo que no podía dar.

Un día, después de varias personas particularmente afligidas, que lo hicieron sentir más triste que nunca, se le acercó un niño. Era el niño más triste que él jamás había visto. Un corte en el dorso de la mano explicaba la expresión de dolor del pequeño. El rostro de la estatua reflejaba su propio padecimiento al no poder hablar para consolar al niño, una tristeza blanca que era aún más intensa que la que el escultor había tallado. Estuvo tentado a moverse y abrazar al niño, pero no quería asustarlo y que se fuera. Se sintió dominado por la angustia. Su dolor aumentó tanto que no pudo soportarlo más. Y empezó a llorar.




Lágrimas tan frías como la muerte se deslizaron por el blanco rostro de mármol y cayeron en la mano herida del niño. Éste se sorprendió al notar el frío de la lágrima en su mano, pero luego se sorprendió el doble al ver que su mano estaba curada, con sólo una pequeña marca luminosa en forma de lágrima. El niño levantó la vista y vio que la estatua estaba llorando. Pero en lugar de salir dando gritos para contarlo a todos, le sonrió y le dijo:

-Gracias.

En ese momento entró un hombre con una túnica negra y notó que la estatua lloraba. Él sí salió disparado a contarle a todos el milagro que ocurría. Pronto se corrió la voz y personas de todas partes se acercaron al edificio estilo gótico a ver la milagrosa estatua. Fue una fiebre que duró varias semanas y luego se calmó, hasta casi olvidarse, porque la estatua sólo había llorado un día, nada más. Las personas volvieron a sus tareas rutinarias y todo se volvió poco más que una historia, una anécdota.

Sin embargo unos años más tarde la estatua comenzó a deteriorarse y fue necesario restaurarla, pero los expertos cobraban precios muy altos y nadie quiso solventarlos. La estatua siguió deteriorándose otro año más. Hasta que un restaurador recién recibido se ofreció a arreglar la estatua totalmente gratis. Cuando le preguntaron por qué lo hacía gratis, contestó:

-Él no me cobró nada cuando curó mi mano.

Sí, en la mano tenía una marca luminosa en forma de lágrima. Pero, como ninguno de los presentes recordaba casi lo ocurrido con la estatua, menos iban a recordar la presencia de un niño junto a ella. El joven no se molestó por esa muestra de amnesia, y se llevó la estatua.

Después de tres meses de intenso trabajo, la estatua estaba como nueva, ni el propio escultor la había reconocido. El joven, cuyo nombre era Juan, hizo grabar una placa de bronce y la colocó en la columna que sostenía la escultura.

Un par de meses después, Juan se acercó al edificio gótico con vitrales en sus paredes, y colocó un ramo de rosas rojas a los pies de una estatua de mármol blanco que le tendía la mano en señal de saludo.

En la placa de bronces estaba grabado:

“El Cristo de las lágrimas. Un consolador milagroso y un amigo fiel.”

FIN




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