Ese canto misterioso, que por momento parecía una tos melodiosa, atrajo tanto al cazador que olvidó que perseguía un coatí para venderlo a un zoológico. La música parecía resonar sólo para él y la dulce voz lo guió hasta un claro, un mini espacio, cubierto de pequeñas florcitas blancas, junto al río Paraná. En ese ambiente selvático, que creía conocer como nadie, ese claro era un hermoso misterio, pues nunca lo había visto. Mucho menos había visto a la extraña mujer que allí estaba. Sus ojos eran marrones como dos trozos de cristal de roca, enmarcados por una antorcha incandescente y enérgica. Al ver al cazador se puso de pie y lo miró, lo miró, casi sin parpadear. No había miedo ni sorpresa en su semblante, sólo una contagiosa sensación de tranquilidad. El cazador bajó el winchester y se quitó el sombrero. La misteriosa mujer continuó observándolo en silencio. -Ejem, el cazador se aclaró la garganta, perdón, ¿usted estaba cantando? Escuché música… o eso creo, capaz que el calor...